GANADOR DE PREMIO ESPECIAL DEL CONCURSO EMPRESARIO CUBANO

Aunque afuera nevaba, Pepe Pérez soñó que caminaba con un sombrero ancho, un tabaco en la boca y el sudor corriéndole por la espalda en medio de los sembrados de una finquita en Ranchuelo, Villa Clara. Este cubano, residente en Canadá desde hace tres décadas, se despertó con el olor a campo en la nariz y un fuerte deseo de hacer realidad aquella visión de emprender un negocio en una Isla que siempre sintió como su patria.

 “Es tiempo de volver para hacer”, se repitió como un mantra durante el tiempo que pasó bajo el agua caliente de la ducha. Cuando se cepilló los dientes frente al espejo y revisó una a una sus arrugas, se volvió a decir que lo aprendido en el exilio iba a servir al país donde tenía todavía parte de su familia y estaban enterrados sus padres. Casi se corta al afeitarse, de tanta emoción. Ya se sentía de regreso a “la tierra colorada y las palmas reales”.

 Mientras se preparaba el primer café del día y la nieve se amontonaba en la entrada de su casa, Pérez decidió poner manos a la obra para lograr sus ilusiones. Lo primero que hizo fue llamar al Consulado cubano en Toronto para obtener información. En esa llamada recibió la primera señal de que concretar su sueño iba a ser mucho más difícil que montar unos caballos encabritados o arar varios campos llenos de piedras.

 Después de diez timbrazos, una voz femenina respondió. El emigrado le detalló sus esperanzas. “Con el dinero que he ahorrado quiero comprar cien vacas, un camión, un tractor y muchas herramientas de trabajo. Fletaré un barco y me iré a Cuba, compraré una finca con mi primo y me dedicaré a producir carne, leche, queso, frutas y vegetales”, contó con entusiasmo a la funcionaria, que carraspeó antes de lanzarle una batería de preguntas.

 Aunque invertir, prosperar y comerciar son verbos afines a cualquier emprendimiento, en Cuba siguen chocando contra los prejuicios oficiales, la suspicacia de los funcionarios, la excesiva burocracia y una legalidad que no resulta propicia para los empresarios. Si bien es cierto que en los últimos años los ministros y dirigentes insisten en la necesidad de atraer capital al país, el proceso inversionista sigue plagado de absurdos y demoras innecesarias.

 Con parte de ese muro se topó Pérez aquella mañana. La funcionaria del Consulado lo interrogó durante largos minutos. Quiso saber cómo había llegado a Canadá, en qué trabajó en Cuba, qué cantidad de dinero tenía para la inversión y cómo se llamaba su primo. Después de una tanda de preguntas, lo remitió a consultar en internet la “Cartera de oportunidades de inversión extranjera”, un documento de más de 150 páginas que el emigrado decidió leer atentamente. 

 Con colores y fotografías, la Cartera busca atraer a inversionistas interesados en poner su dinero en la industria, minería, agricultura, transportación y otros sectores de la depauperada economía cubana. Aunque la más reciente versión del documento tiene 460 proyectos con un monto superior a los 11.475 millones de dólares, Pérez tuvo dificultades para identificarse con alguno de ellos. No encontraba un lugar donde encajar su finquita con malangas, tomates y carneros.

 La mayoría de las opciones de inversión que Pérez revisó le parecían para empresarios con grandes volúmenes de capital y ese no era su caso. A fin de cuentas, para realizar su sueño de convertirse en un guajiro cubano -a tiempo completo- solo contaba con sus ahorros de toda una vida de duro trabajo y la pensión que recibía en Canadá tras jubilarse. “Creo que esto es para millonarios”, se dijo y dejó de revisar la Cartera tras más de dos frustrantes horas.

 “Bueno, a lo mejor tengo que ir a Cuba y hacer el proceso allí”, pensó y reservó un boleto de avión hacia la Isla. Una semana después, el sudor le corría por la espalda pero no en el sembrado de sus sueños sino frente a la estera para recoger las maletas en el Aeropuerto Internacional José Martí de La Habana. Minutos antes había tenido que responder otra andanada de preguntas frente a un oficial de inmigración, para poder entrar al país donde había nacido.

 Rumbo a Ranchuelo volvió a repasar los planes. “Hablaré con mi primo, miraré ofertas de finca en ventas, empezaré los contactos para comprar pies de cría para el ganado y voy a importar semillas, fertilizantes y las primeras herramientas que hagan falta. Lo otro lo resuelvo aquí mismo”, pronunció en voz alta y sus triunfalistas frases hicieron al chofer del taxi en el que viajaba hacia Villa Clara soltar una sonora carcajada.

 “¿Usted hace mucho que no viene a Cuba, verdad?”, indagó el conductor con la risa todavía en su boca. “Nada de eso que quiere hacer aquí es fácil, porque aquí nada es fácil”, añadió el hombre sin esperar la respuesta de Pérez. Pero el iluso cubano-canadiense no iba a permitir que nadie le echara un cubo de agua fría a sus proyectos, así que decidió no discutir ni indagar más allá. No obstante, el chofer remató: “le van a tumbar el dinero”.

 Pérez pensó que quizás otros inversionistas habían fallado porque no tenían los conocimientos ni los contactos. Él aprendió de negocios en un pueblo a las afueras de Toronto donde llegó “con una mano alante y otra atrás” hace treinta años y levantó una empresa de quesos, cueros y carnes. Pero lo que no sabía aún era que su experiencia poco serviría en un país donde se extienden el centralismo, la ineficiencia y las suspicacias de las autoridades contra todo aquel que decida crear y acumular riquezas.

 El primo casi lo lleva en andas cuando Pérez se bajó del vehículo en Ranchuelo con dos maletas llenas de regalos. La casa muy modesta a la que llegó era la misma en la que había nacido y a la que en seis décadas no se le había agregado ni un tornillo. La cerca perimetral ya no existía, en los jardines se había instalado una cochiquera que esparcía su peste por todo el terreno y en el patio de atrás se habían cortado los árboles frutales para levantar en el centro una cocina de leña.

 “Quiero comprar una finca y quedarme para producir”, dijo a su primo nada más llegar. El hombre le echó una mirada de arriba a abajo como si Pérez acabara de bajarse de una nave espacial o hubiera perdido la cabeza. “¿Tú estás loco?”, cuestionó el pariente. Pero después de varios tragos de aguardiente, unos chicharrones y decenas de moscas posadas en los tamales, Pérez lo convenció de que no estaba delirando sino de que iba en serio. 

 Ambos acordaron al otro día ir hasta la cabecera provincial y preguntar los detalles en el Gobierno de Santa Clara para recibir las primeras autorizaciones y hacer los contactos con posibles suministradores. De camino hacia la ciudad, Pérez no dejaba de mirar y preguntar por los extensos campos llenos de marabú a ambos lados de la carretera. Su instinto de empresario le decía que si el camino para invertir en la agricultura fuera fácil aquel paisaje no se vería de aquella descuidada manera.

 Pérez nunca olvidará la tensa reunión que tuvo con dos funcionarios que parecían policías. “Quiero comprar una finca”, les explicó. “¿Y usted es residente en Cuba?”, indagó uno de ellos. “No, pero voy a administrarla con mi primo”, detalló. Los burócratas le recomendaron que invirtiera en el “desarrollo de la producción industrial de carne vacuna, su procesamiento industrial y la comercialización de cortes especiales, Macún”, una de las ofertas de la Cartera de Oportunidades en Villa Clara.

 “No, no me interesa, porque es para una cantidad de dinero que no tengo, lo mío es una inversión modesta pero que en poco tiempo dará una interesante producción”, teorizó Pérez con aires de negociante. La cabeza de los burócratas moviéndose de un lado a otro no presagiaba nada bueno. “Voy a importar unos tractores”, añadió con voz cada vez más apocada, Pérez. “Eso tampoco es posible, compañero”, zanjó uno de los hombres.

 “Ahora es que vamos a permitir que se pueda comprar un tractor en divisas pero por el momento no puede importarlo”, añadió el otro funcionario. Pérez tragó en seco. “Bueno, si no puedo traerlo, entonces se lo compro a la empresa estadounidense de tractores Cleber, que leí que va a ser un modelo pequeño. Creo que lo llaman Oggún o algo así y para comenzar está bien para la finquita…”, quiso seguir, pero uno de los hombres lo interrumpió.

 “No, compañero, ese proyecto no fue aprobado, porque no es el tipo de inversión que nosotros queremos atraer”, precisó con voz severa. “Le tiene que comprar el tractor al Estado en divisas y todavía no están a la venta así que tendrá que esperar”. Pérez se imaginó arando con una yunta de bueyes, cosechando y sembrando todo a mano, moviendo piedras y troncos sobre sus hombros. “Bueno esperaré por el tractor, pero eso no me va a hacer desistir”, insistió.

 Pérez les recordó que había leído que en 2014, cuando se aprobó la Ley de Inversión Extranjera en Cuba, las autoridades aspiraban a captar unos 2.500 millones de dólares anuales, pero en los mejores años (2015 y 2016) apenas alcanzaron 2.000, por lo que creyó que tenía una oportunidad. Su dinero era “un granito de arena, pero a Cuba le hace falta toda una playa de recursos y por algo hay que empezar”, opinó. Pero ni siquiera esos cálculos inmutaron a los dos funcionarios.

 “Vamos a analizar su caso”, le dijo en tono inquisidor uno de ellos. “Llámenos en enero próximo a ver si ya hay respuesta”, añadió. Pérez recordó que solo estaban en junio, sumó boletos de avión, estadía en la Isla, trámites y vehículos alquilados y ya notó que se le iba a ir buena parte de sus modestos ahorros en la espera. “¿No habrá forma de acelerar el proceso, por el bien de los clientes?”, se atrevió a decir. La mirada de los burócratas fue suficiente.

 Salió de la reunión con un frío recorriéndole la espalda. “Vamos a la tienda que le vende a los campesinos, a ver qué hay”, le pidió casi en un susurro a su primo. En el local, los anaqueles casi vacíos fueron el segundo golpe del día para Pérez. Unas pocas semillas, herraduras para caballos y unos toscos herrajes era lo único que había. “¿No tienen bombas eléctricas para el agua, alimento para ganado mayor, alambre para cercas o madera para construir los establos?”, indagó. La respuesta fue un monosílabo: No.

 Mientras dejaba atrás el desabastecido comercio, Pérez se juró que no iba a permitir que una mala jornada le fastidiara su sueño. “Llévame a ver a alguien que tenga vacas que quiero preguntarle algunas cosas”, le pidió a su primo. Y así fue como conoció a Evaristo, un productor con más de cuarenta años de experiencia en aquellos campos villaclareños. Bajo una frondosa mata de aguacate, el guajiro le detalló su día a día.

 “Tengo tres vacas, dos bueyes y un ternero”, explicó. “la mayor parte de la leche de las vacas la tengo que entregar al Estado que me paga muy poco por cada litro, si quiero comerme una res no puedo matarla porque me meten preso aunque sea el propietario”, contó. “A la ternera que nació hace unas semanas la declaré ‘macho’ en los papeles porque sino cuando crezca me exigen entregar los hijos y parte de la leche”.

 Los ojos de Pérez se iban poniendo como platos. “Pero de seguro que haces un buen dinero vendiendo leche, queso y yogurt”, se aventuró a decir y todas las arrugas del rostro de Evaristo se fundieron en una mueca. “Tú estás loco, si me cogen vendiendo algo de eso paso más años en la cárcel que si mato a una persona”. El ganadero se apuró en añadir “parte de las viandas que cosecho también se las tengo que vender a Acopio, que es el intermediario estatal”.

 La cabeza del cubano-canadiense daba vueltas. “¿Y ese tractor?”, señaló hacia un viejo vehículo frente al portal de la casa. “Era de mi padre”, respondió Evaristo. Aunque en 2016 las autoridades cubanas reconocieron que de los 62.668 tractores registrados en el país, el 95% tenía más de tres décadas de explotación, no han permitido todavía la importación directa de maquinaria agrícola. “Mi hermano me quería mandar dos desde Texas, pero aquí no me lo permitieron”.

 Pérez entró en cortocircuito. “Yo pensaba que las limitaciones eran del lado de allá, por el embargo estadounidense o el llamado bloqueo externo”, apuntó mientras veía como Evaristo masticaba el tabaco hasta casi tragárselo. “El bloqueo es interno, está aquí y es el que impide que con todo lo que yo trabajo no pueda darle una vida decente a mi familia, para hacerlo tengo que violar la ley cada día porque son prohibiciones por todos lados”, concluyó el productor escupiendo los pedazos de hoja.

 “A mi hijo le pusieron una multa porque estaba vendiendo las cebollas que cosechamos aquí”, agregó el agricultor. “Hay cultivos que son un monopolio estatal y que son los más rentables, si me da por sembrar papas, tabaco o café, será entonces mucho trabajo y demasiados controles. Lo mismo con las vacas, no te metas en eso, es un dolor de cabeza”, le advirtió mientras le ponía la mano en el hombro. “Si prosperas te parten las patas”, remató.

 Para Pérez, aquel era un vocabulario nuevo. Prosperar significaba meterse en problemas; lograr buenas cosechas era el camino directo hacia ser considerado un criminal y hacer que si finquita pareciera un vergel solo iba a atraer miradas indiscretas, delaciones y castigos contra su familia. En Canadá conocía los rigurosos impuestos y las estrictas normas fitosanitarias para vender alimentos, pero esto era otra cosa. Estaba en el reino del absurdo y ni siquiera tenía contacto directo con los cortesanos.

 “Te hace falta una palanca”, alcanzó a decirle Evaristo antes de que se despidieran. “Si te consigues un amigo coronel o general, quizás puedas realizar tu sueño”, le dijo cuando ya el sol había empezado a descender en el horizonte y las arrugas de su cara eran como surcos profundos, oscuros e insondables. “Yo estoy aquí, porque no conozco ninguna otra vida pero este no es lugar para gente con talento para los negocios, porque terminan en la cárcel”, subrayó.

 Pero Pepe Pérez no estaba preparado para complacer a ningún grupo, clan o rey. En Canadá había aprendido a hacer negocios sin corrupción, solo a partir del esfuerzo. “Si esto es una corte, yo no tengo alma de vasallo”, se dijo. 

 Durante el viaje de regreso a la casa familiar, Pérez y su primo no cruzaron ni una palabra. La mirada del cubano-canadiense estaba todo el tiempo posada en el espejo retrovisor del auto, como quien ve perderse en la distancia un sueño querido, una ilusión que no pudo subirse al ritmo de los tiempos actuales. Al otro día decidió regresar a Toronto. Solo llevaba un bolso de mano porque el resto lo dejó con la familia.

 Camino al aeropuerto su primo le hizo prometer que lo iba a ayudar a salir de la isla. “¿Pero y la casa de mamá y papá?”, preguntó ya sin mucha fuerza Pérez. “Llévame para Canadá que lo mismo friego platos, que ordeño una vaca o me enfrento con una pala a la nieve”, respondió con decisión el pariente. “Aquí no hay futuro, mientras las cosas sigan así con tantas prohibiciones no hay futuro”, fue lo último que le oyó decir antes de despedirse.

 En el vuelo hacia Canadá, Pérez apuró varios tragos de whisky para intentar dormir a ver si soñaba con vacas, boniatos y guanábanas, pero no pudo. Decidió leer una revista para rendir sus párpados pero “fue peor el remedio que la enfermedad”. En una de las primeras páginas de la publicación, un guajiro sonriente, con tabaco en la boca, sombrero ancho y gotas de sudor sobre la frente protagonizaba un anuncio para atraer inversionistas a Cuba. “Ayúdenos a burlar el bloqueo“, rezaba la publicidad. En la cabina se escuchó por todo lo alto una palabrota, que el resto de los pasajeros apenas entendió.

Rogelio Rivas